¿Por qué hay personas de las que desconfiamos sin conocerlas?


A veces sucede, desconfiamos de una persona sin conocerla en profundidad. Es como una voz interior que nos susurra “aléjate”, como un viento frío que nos empuja a ir en el sentido opuesto guiados por ese instinto que a modo de resorte biológico, nos pone en estado de alerta.

Este tipo de sensaciones que acarician la superficie de la mente, casi como un dedo gélido arañando nuestra espalda, tienen poco de sobrenatural. Tampoco son un acto de precognición, ni un “radar” de sabiduría adquirido genéticamente por parte nuestros ancestros. En realidad, son un simple mecanismo de supervivencia.

Queda claro, no obstante, que a veces esta voz interior falla, que las primeras impresiones no siempre aciertan y que hay quien peca en exceso al confiar en su “supuesto” instinto. Ahora bien, si hay algo para lo que está preparado nuestro cerebro es para anticipar riesgos, y por ello, para evitarnos daños físicos o psicológicos, alza este eco sutil arraigado en nuestro subconsciente que nos dice algo tan simple como: “vete”.

Me recuerdas a alguien que me hizo daño
Elena tiene 32 años y acude con su hijo y su pareja a la consulta de un cardiólogo infantil. Su pequeño tiene 5 años y padece una dolencia cardíaca que precisa de una supervisión médica trimestral. Al entrar a la consulta, un doctor nuevo les estrecha la mano y al poco empieza a reconocer al niño.
Elena no tarda en sentir una extraña sensación mientras observa detenidamente al médico. Hay algo en él que no le agrada. Le incomoda su forma de sonreír, a modo de mueca de sibilina falsedad. No le agrada tampoco cómo bromea con su hijo, cómo se mueve, como respira y aún menos la forma en que lleva el cabello: engominado y hacia atrás.

Durante los 20 minutos que dura la visita esta madre apenas ha escuchado lo que el profesional les ha explicado: no le hace falta. Tanto es así, que al despedirse y dejar la consulta le indica a su pareja que van a cambiar de médico inmediatamente. Esa visita se repetirá pero con otra persona diferente, con otro cardiólogo.

Cuando su pareja le pregunta la razón, ella simplemente responde que “no le inspira confianza”. Él no dice nada más, le parece bien tener otra opinión y accede a buscar otro profesional. Sin embargo, Elena se guarda para ella la auténtica razón de esa desconfianza. Esta mujer esconde un pedacito de su vida que aún no se ha atrevido a revelarle…

Cuando tenía 9 años los padres de Elena se separaron, y ella se quedó a vivir con su madre y la pareja de esta. Dos meses después de iniciar la convivencia, aquel hombre de sonrisa de cera y cabello engominado hacia atrás empezó a maltratarlas. Al cabo de un año su madre dejó de salir de casa, una pesadilla oscura y con sabor a lágrimas que no quiere recordar, y que finalizó cuando ella misma dijo a sus maestros del cole todo por lo que estaba pasando.
Desconfiamos porque la amígdala sigue regulando nuestro comportamiento
Lo más probable es que el cardiólogo infantil que atendió a Elena fuera un profesional impecable y una persona excepcional. Sin embargo, el cerebro de esta mujer lo ha identificado de forma hostil a causa de una experiencia previa traumática. Lo que rechazamos, cada cosa que evitamos o que nos incomoda habla mucho de nosotros mismos: nos define.

Nuestro recorrido vital se integra de forma implacable en el inconsciente y en esas estructuras cerebrales asociadas a la memoria emocional, como por ejemplo, el hipocampo. Sin embargo, el ser humano dispone de una región cerebral que regula todos y cada uno de nuestros juicios rápidos: la amígdala.


Todas esas reacciones “viscerales” que experimentamos en nuestra vida y que nos impulsan a ejecutar una conducta de huida o evitación están reguladas por esta glándula localizada en las  profundidades de nuestros lóbulos temporales. Las acciones que ejecutamos en base a ellas no son racionales y responden solo a una fuerza motora implacable y automática: el instinto de supervivencia.

¿Debemos hacer caso a esa voz interior que nos dice “huye” o “desconfía”?
Algo que saben bien los psicoterapeutas es que la persona que no se deja “secuestrar” por el poder de la amígdala es alguien que ha desarrollado un adecuado autocontrol para dejar de vivir con miedo. Ahora bien ¿quiere decir esto que no debemos escuchar a esa voz interior que de vez en cuando nos recomienda desconfiar de algo o de alguien?

A continuación te damos unos datos sobre los que reflexionar:
  • Daniel Goleman nos explica en “El cerebro y la Inteligencia Emocional” que toda reacción natural en la que experimentemos miedo o inquietud estará regulada por la amígdala. Desoír esa emoción o silenciarla no es recomendable, al igual que tampoco lo es dejarnos llevar de forma visceral.
  • Lo adecuado es escuchar esa voz con detenimiento. Todos los estudios relativos al sexto sentido nos dicen que las personas que escuchan esas corazonadas o sensaciones emitidas directamente del inconsciente o de estructuras tan primitivas como la amígdala suelen dan respuestas más efectivas.
  • Esto es así por una razón muy concreta: porque “escuchar” no implica “obedecer” sino iniciar un adecuado proceso de análisis y de reflexión.
Si alguien no nos agrada se debe a una serie de razones concretas, y esas razones están relacionadas con nosotros mismos: quizá porque nos recuerda a alguien que conocimos en el pasado y cuyo patrón comportamental se repite, quizá porque intuimos que sus valores no armonizan con los nuestros o quizá porque nuestra experiencia nos ha permitido saber ya quien es de fiar y quien no…

Sea como sea, lo único que debemos hacer es no dejarnos avasallar por el temor y la desconfianza continua. Toda reacción inteligente tiene como maravillosos componentes la intuición y la reflexión.


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